Exilio
Rajé sin darme cuenta,
apurao por la vida
que me quemaba,
y cuando ya cansado
de tanto caminar,
eché la vista atrás,
no encontré nada.
Todo había cambiado.
Pero no importa.
El exilio de mi infancia
me enseñó cuánto amor tuve
y cuánto guarda mi memoria,
y mi corazón...
El patio de mi casa
y el malvón;
mi vieja, asomada
en el balcón,
buscando mi presencia
en la calle.
Mi viejo paseando
las veredas y fantaseando
su vuelta a la ría natal.
Las tareas de verano,
con el paso nervioso
y vibrante del carro del lechero,
cencerro estridente
de tarro y cascabel.
El Lacroze que bajaba
la cuesta ronroneando,
y amenazando
con su andar desvencijado,
la siesta inevitable.
Y después, otra vez la bolita,
a la sombra protectora
del árbol de la esquina,
parasol del hoyo y quema,
tesoro de maderas
para la fogarata,
refugio de gorriones
de tardes parlanchinas.
Y toda la vida,
transcurriendo sin prisa.
Como las pibas
que florecían lentamente
y cuyo paso,
movía a los varones
a ensayar su sonrisa.
Rajé sin darme cuenta
y cuando miré atrás,
encontré que todas mis cosas,
como en el baúl viajero
de mi vieja,
en mi memoria están...
© Roberto M. Suárez
(a) el Gallego
(a) el pibe de Venezuela y Loria